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Musica.

7 de noviembre de 2011

DIECIOCHO DE JULIO.

El viento vivo azota las hojas del álamo dorado 
y el sonido me transporta a la edad de la 
inocencia.
Aquella tarde de julio, encontré un billete verde
argentino en mitad de la vereda brillante, aquel
día era  tu cumpleaños y el entusiasmo hizo lo
demás. Corrí al supermercado y compré harina,
huevos y levadura, encendimos el horno de barro
y mientras el fuego danzaba un baile perfecto y 
milenario en su interior, batí huevos y mezcle
harina con la ilusión de un niño el día de reyes 
magos. Tenía yo nueve o diez años.
Di tiempo al proceso, que todo tiene en el universo y 
esperé con impaciencia, el resultado de aquel regalo 
que nunca planeé. Tu, ajena a aquellos movimientos
dormías tu siesta de invierno; supongo que te escondías
de la realidad plomiza, que casi nunca estaba de tu lado.
A veces desaparecías por temporadas y nadie se daba 
cuenta de aquellas ausencias, ahora puedo verlo.
Entonces eramos inevitablemente presos de la edad de
la ignorancia, la misma que nos protegió del azote de
la realidad. Pasaron lunas. Abrí la puerta del horno y el 
bizcochuelo era largo y poco alto, no me importó.
Decoré su superficie tostada con pinos de plástico 
y flores silvestres y cuando la bandeja dejó de quemar, 
la tomé con mis manos pequeñas e infantiles y fui en 
busca tuya. 
Atravesé el patiecito exterior y entré en la cocina,
ollas y  una vitrina vieja eran mis cómplices; por fin
llegué a la habitación que te cobijaba y toqué tu 
hombro, despertaste adormecida y estiré mis brazos,
te ofrendaba la vida misma en aquella bandeja.
Correspondiste con una sonrisa llena de abrazos.
Pusimos a calentar agua y preparamos mate.
Compartimos todo lo que teníamos aquella tarde
y fuimos de plastilina aquel dieciocho de julio.

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